Es innegable que la economía española se encuentra en una situación muy delicada. Las reformas son indudablemente necesarias, pero de forma que se aminore su coste social.
Se ha generalizado la idea, intencionadamente, de que las reformas son contra la base social y como tributo a unos mercados financieros insaciables. Y es posible que ni todas las reformas atenten contra los derechos sociales, ni deban ser impuestas por los mercados. Es más, la políticas sigue siendo necesaria, pero con sentido y liderazgo.
Existe consenso en que los grandes males de la economía se focalizan en gran deuda del país, junto al desempleo. Una deuda menor en las administraciones públicas, pero insoportable en familias, empresas y sector financiero. Deuda, contraída en el exterior, concentrada en el sector inmobiliario que, produce escepticismo sobre sobre la solvencia de nuestro sistema financiero. Así, la confianza de los mercado es una condición "sine qua non" para la continuidad de nuestro sistema.
En cuanto al desempleo, la caída de la construcción y un marco regulador laxo explican la situación. Esto es un drama social, pero también un lastre para el consumo y la actividad económica y un factor añadido de duda sobre la capacidad de devolución del crédito.
No creo que haya soluciones milagrosas, como el PP quiere dar a entender sin especificar una sola medida, pero nadie duda de la necesidad de reformas estructurales en la dirección de aumentar el crecimiento, la confianza de los mercados y absorber el desempleo.
Y aquí empiezan los desacuerdos, en el sesgo ideológico. Empezando por las cajas de ahorros y su abultada exposición al ladrillo y al crédito, que hace inviable a algunas de ellas. Siguiendo por una reforma laboral que elimine el incentivo a la contratación temporal, sin elevar los cotes medios del trabajo. Una revisión de la negociación colectiva que permita revisar los convenios en situaciones de crisis, al estilo alemán, y desligarlos del actual marco provincial que generan barreras adicionales. Y por qué no, aminorar los desincentivos al trabajo.
Y el ojo del huracán, revisar las pensiones para garantizar el funcionamiento del sistema a medio plazo. Y no hace falta ser economista para intuir que el aumento de la esperanza de vida aumenta el gasto en unas pensiones que hay que garantizar. Por no hablar del sistema eléctrico que poco tiempo ha generado un déficit colosal que se adeuda a las compañías eléctricas.
A lo que añadir otras reformas esenciales como el sistema educativo, con la triste noticia de la voladura por parte del PP del pacto educativo propuesto por uno de los ministros más comprometidos que recuerdo, Gabilondo. Pacto para impulsar una Formación Profesional competitiva, entre otras metas.
Reformas, todas, que se pueden impulsar desde perspectivas neoliberales o progresistas. Las cajas de ahorros pueden privatizarse completamente o capitalizarse manteniendo su gran obra social. La negociación colectiva puede abordarse demonizando a los sindicatos o dando capacidad a los comités de empresa. El modelo de pensiones puede desmontarse para instaurar uno de capitalización o garantizar su viabilidad financiera. El seguro de desempleo puede revisarse par exclusivamente reducir el gasto o destinar más fondos a las políticas activas. En la educación se puede sacralizar el derecho de los padres a la elección de centro o haciendo valer la igualdad de oportunidades y la meritocracia. Y tirando por lo alto, se puede reordenar la estructura del Estado desde una visión centralista o federal y solidaria.
Las reformas son vitales, pero su orientación puede orientarse por distintos valores, sin necesidad de que sean un "sacrificio" a los mercados. Eso sí, el marco es minimizar los ajustes de gasto exigidos por nuestros acreedores como garantía del pago de la deuda.
Las reformas son urgentes, con un mercado enrarecido y una incertidumbre real sobre nuestro futuro y el del euro. Una salida social a la crisis, reformismo progresista, que entronca con el legado histórico del partido en el Gobierno.
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